Os voy a contar otra de estas historias de vagabundos que veo en el Metro de Madrid. Eran las siete de la mañana y estaba entrando en el vagón de la línea 6 con dirección a Méndez Álvaro cuando un ronquido me sacó de mis pensamientos. Levanto la cabeza y veo a una señora durmiendo arrugada en el asiento en una posición incomoda hasta de mirar. De piel oscura, parecía mayor aunque entre sus sucios y despeinados cabellos y su chaquetón de cuero apenas se le distinguía el rostro. Llevaba puestos unos zapatos rotos y sin cordones y unos calcetines morados de cuadros. El pantalón vaquero estaba desgastado y su pelo era largo y canoso.
La mayoría de la gente en el vagón la miraba: unos con asco, otros con pena o lástima e incluso (y no eran pocos) había gente a la que les parecía una situación de lo más divertida. A mi no me hizo ninguna gracia. Si a esas horas estaba donde estaba y como estaba, me pregunto donde pasó el resto de la noche y como pasará el resto del día. Más tarde, subido en el autobús que me lleva a Aranjuez, me he quedado dormido como cada mañana en el asiento y me he acordado de mi casa, de mi cama y hasta del osito de peluche que tenía cuando era niño.
La mayoría de la gente en el vagón la miraba: unos con asco, otros con pena o lástima e incluso (y no eran pocos) había gente a la que les parecía una situación de lo más divertida. A mi no me hizo ninguna gracia. Si a esas horas estaba donde estaba y como estaba, me pregunto donde pasó el resto de la noche y como pasará el resto del día. Más tarde, subido en el autobús que me lleva a Aranjuez, me he quedado dormido como cada mañana en el asiento y me he acordado de mi casa, de mi cama y hasta del osito de peluche que tenía cuando era niño.