La noche estaba fría y las olas golpeaban con fuerza contra el rompeolas que había al final de la playa desde donde se observaba como la luz del imponente faro se encendía y se apagaba, indicando a los barcos que ya estaban cerca de la orilla y que corrían peligro de quedar encallados si se acercaban más. Sentado en una piedra sobre el rompeolas tenía la impresión de que el mundo se había apagado. Quizás de algún modo así era, pero el susurro del mar y el parpadeo del faro abrían una brecha en la neblina que no le dejaba ver el brillo de las estrellas, que más que escondidas parecía que se habían ido para siempre. El viento hacía que gotas de agua salada le mojaran la cara y cuando se chupó los labios el sabor del mar le inundó primero la boca y luego el cuerpo entero y el alma. Se puso de pie y pasó las manos con violencia por las piernas que tenía entumecidas. Estaba empezándose a cansar de jugar al escondite inglés con las sombras, que justo cuando iban a ganar llegando hasta él se veían obligadas a volver atrás por la luz del faro, y decidió que ya era hora de volver a casa. Eran casi las doce de la noche y antes de alejarse de su lugar quería volver a echar una mirada. Cerró los ojos y llenó sus pulmones con aquel aire hasta que sintió como un escalofrío le recorría la espalda. De repente empezó a escucharlo: era la voz más bonita que jamás hubiera escuchado y no sabía de donde venía. Abrió los ojos rápidamente justo para ver como el faro se apagaba, inundándolo todo con una oscuridad que se le hizo eterna. Cuando por fin volvió la luz recorrió con la mirada la orilla de la playa pero allí no había nadie y la luz se apagó de nuevo. Del mar vino el sonido de un chapuzón, alguien se había tirado al agua y sabía exactamente donde: el sonido había sido muy claro y empezó a sentir un nudo en el estómago, mezcla de nervios y miedo. Cuando el faro iluminó de nuevo nadando en el mar vio una mujer. Estaba desnuda y su risa se podía escuchar en toda la playa de un modo tal que parecía que no salía de ella. Se quedó mirándola y ella parecía divertida, hasta que cambió el gesto de su cara, le guiñó un ojo y se sumergió chapoteando con su aleta de sirena durante justo medio segundo. Cuando desapareció el hechizo logró marcharse a casa. Volvería a la noche siguiente, como había hecho y haría cada noche hasta que lograra tocar a su sirena.

Estaba sentada en la terraza de una pequeña cafetería frente a la estación, y desde allí podía ver el constante goteo de trenes que paraban, dejaban viajeros y volvían a partir. Era una mujer guapa, de esas que hacen que cualquier hombre se gire cuando pasa. Tenía las uñas de las manos y los labios pintados de rojo pasión, que hacían resaltar las pocas pecas que tenía en la blanquísima piel de su cara. Unas gafas de sol escondían sus ojos y llevaba el pelo largo, liso y negro recogido con una pinza. Calzaba unos zapatos con un tacón alto y el dibujo de sus medias grises serpenteaba por sus piernas hasta esconderse debajo de una minifalda que no tapaba la mitad de sus muslos. Su camisa era azul claro y estaba tan ceñida a su cuerpo que el último botón estaba a punto de explotar. Adornando su generoso escote tenía un colgante con la figura de un elefante con un diamante en la trompa, y en la muñeca izquierda una pulsera con cinco elefantes similares encadenados. ¿Su nombre? Olvido, y tenía una cita.
No llevaba reloj pero no le hacía falta y no estaba nerviosa ni impaciente, pues sabía que de uno de esos trenes pronto bajaría él para reunirse con ella. En realidad hacía mucho tiempo que no hablaban. Ella se había cansado de escribirle, llamarle y dejarle mensajes en el contestador, pero aunque no contestara o le diera largas, nunca había dejado de esperarle ya que para él no había otra salida que la que ella le ofrecía.
Salió del último vagón del tren de la vía cuatro. Dejó en el suelo su maleta, que solo contenía un bolígrafo, un libro infantil y una libreta llena de garabatos, dibujos, poemas y frases sin sentido. Eran las seis de la tarde y acababa de llegar a la estación que tanto tiempo había estado evitando. Se alegró de que en el andén no hubiera nadie esperándole: quizás aun no era la hora y podría volver a coger el tren de regreso a su vida. De repente la vio: Olvido se acercaba sonriendo. En el bolso llevaba los billetes de avión que les llevarían aun más lejos, sin equipaje, sin recuerdos, a una isla en medio del mar llena de sol y palmeras, donde el invierno no podría acercarse nunca.


Mira el Otoño

Hay días que pasan sin pena ni gloria en los que cuando llega la noche y haces balance te das cuenta de que no has escrito en tu diario personal nada que merezca la pena. No es que no hayas hecho nada ese día, a veces llenamos la agenda de cosas solo por estar ocupados y no pensar, sino que todo aquello en lo que hemos gastado el tiempo nos resulta vacío. La semana pasada tuve uno de esos días. Llegué a casa cansado y desganado pero cuando llegué había algo esperándome que hizo que mereciera la pena todo el día vivido. No me tocó la lotería, ni encontré la mujer de mis sueños, ni se me apareció la Virgen... ni nada por el estilo: solamente fue un pequeño detalle de un amigo. ¿Solamente? ¿He escrito solamente un detalle? Si solamente hace falta un detalle para que un día se vuelva azul. Son cositas que nos cuesta poco dar: un saludo o una sonrisa, o simplemente preguntar que tal fue el día. No digo que haya que estar saludando a todo el mundo o sonriendo aunque no tengamos ganas, pero si fuéramos capaces de dejar de ser robots, mirar a los ojos a la gente y andar sin mirar al suelo el mundo sería un poquito mejor.

Escrito a principios de año.

Hace menos de un mes leía una columna de Coelho en una revista que habla sobre la soledad. Contaba que acababan de encontrar el cadáver de un obrero japonés que debía llevar muerto más de veinte años y que nadie le había echado en falta. Me pareció una noticia curiosa, sorprendente, triste y como poco rara por las múltiples casualidades que se producían.

Anteayer en el telediario me acordé del texto de Coelho cuando vi una noticia que contaba que acababan de encontrar a un hombre que llevaba 4 años muerto. Sus vecinos no se habían dado cuenta. Le habían puesto varias denuncias por no pagar la comunidad pero nadie se percató siquiera del olor puesto que vivía en el piso más alto y la vecina más cercana pasaba largas temporadas fuera de la casa. Fue su hermano quien, después de cuatro años sin saber nada de él, decidió ir a visitarle y se encontró con lo sucedido.

Esta mañana otra noticia ha vuelto a recordarme el articulo aquel. Resulta que en una casa de La Coruña, un hombre ve que tiene una humedad en el techo y sube a avisar al vecino de arriba, como es normal, para que lo arregle. Nadie da señales de vida y avisa al presidente quien con un cerrajero entra en la casa y se encuentra con el dueño muerto. Como pagaba religiosamente las facturas de la comunidad que le mandaban al banco nadie se interesó en porqué dicho vecino tenía siempre el buzón lleno de cartas y nadie lo recogió durante los dos años que llevaba muerto.

¿Como debe ser el día a día de alguien a quien nadie echará de menos? Me viene a la mente el documental “Hay motivo”, no se si habéis tenido ocasión de verlo o sabéis de que trata. Son una serie de cortos quizás algo partidistas que se rodaron poco antes de las elecciones, pero no por ello dejan de decir varias verdades. Uno de los cortos hablaba sobre los ancianos que viven (y mueren) solos. Hay un momento que sale una anciana en su casa, está acostada en su cama y la cámara la enfoca. No se oye nada y pasa un rato así y realmente puedes sentir su soledad.

Todo el mundo en algún momento de su vida se ha sentido solo, y no me refiero a la soledad buscada sino a esa que aparece cuando no es bien recibida. En esos instantes todo pierde su sentido y nos invade la desgana y la apatía. Pasamos ratos bastante amargos y nos sentimos vacíos y fuera de lugar, pero la gran mayoría de nosotros no estamos en esa situación de no tener a nadie: algún familiar o algún amigo aparece de repente para preguntarnos que tal y sacarnos una sonrisa.

Por desgracia hay gente que por unas cosas o por otras no tiene tanta suerte. Vivimos en una sociedad que es fascinante: somos capaces de hablar con gente que está a miles de kilómetros de nosotros y en cambio no conocemos a nuestros vecinos. Quizás la persona más sola del mundo vive al lado de nuestra puerta y ni siquiera nos hemos dado cuenta.

A esos fueguitos que dan vida a mi llama cuando en mi hoguera solo quedan ascuas.

Me encanta el texto de los fueguitos de Eduardo Galeano. Ya he hecho referencia a él en otras ocasiones, como cuando hablé del Vitriolo, puesto que pienso que describe bastante bien a la gente. Solo hay una cosa de la que no estoy de acuerdo del todo: las tres líneas del final.

Textualmente dice “Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.” A mi me parece que todos somos de estos últimos fuegos. Ya seamos grandes o pequeños, serenos o locos, todos alumbramos y quemamos ya que esas son propiedades intrínsecas del fuego, solo que como todas las hogueras, si llueve o nos echan agua no ardemos con toda la fuerza con la que podríamos arder.
Lo que menos me gusta es lo de los fuegos bobos ya que no hay fuegos bobos: solo algunos que están un poquito apagados, pero con un poco de oxígeno y más madera volverán a coger vivacidad. No debemos olvidar que hasta una simple cerilla puede provocar un incendio, así que no perdamos consciencia de nuestro auténtico potencial.


barcos de papel
Originally uploaded by sacris.

El viernes pasado en la clase de Redes me aburrí­a como una ostra. Entonces con tres folios me dio por hacer esto y me puse a jugar con mis barquitos. Al principio eran tres buques en guerra y al poquito se convirtieron en La Pinta, La Niña y La Santa María surcando el mar en busca de América.


Al acabar la clase mi obra de arte - juguete se perdó (o más bien la dejé para que se divirtieran los que se quedaron a la siguiente clase que yo no tengo) y nada, como el sábado me aburrí­a en casa también... pues lo repetí­.... y le hice esta foto.

Como todas las mañanas, hoy puse la televisión para ver el telediario antes de irme a Aranjuez y vi una noticia que me recordó que los milagros existen. Resulta que hace diez años un bombero de Estados Unidos sufrió una lesión cerebral cuando se le derrumbó encima el techo de una casa en llamas que intentaba apagar. Estuvo 6 minutos bajo los escombros sin respirar y luego dos meses en coma profundo. Después de eso, era incapaz de comunicarse con los demás y había perdido la conciencia de todo lo que le rodeaba. Al parecer, el otro día despertó de su estado y le dio por preguntar por su mujer.

No tengo dudas: eso es un milagro. Están ahí y forman parte de la vida. De hecho la vida misma es uno de ellos. Se producen día a día en todas partes y de vez en cuando aparece uno más sorprendente que los demás para que no nos olvidemos de ellos. A veces pasamos mucho tiempo esperando uno en concreto, algo que deseamos pero que sabemos que es imposible. Unas veces nuestro pequeño milagro anhelado se cumple y damos gracias a Dios o a la suerte por ello, pero otras muchas no es así y maldecimos a los cielos o a la mala fortuna.

Yo aún creo en los milagros y en las casualidades. A veces estoy de mal humor o triste y no me doy cuenta de que suceden a mi alrededor, o me empeño en preguntarme por que se produjo tal cosa o por que no. No tienen explicación, simplemente pasan y si, como pienso, todo ocurre por alguna razón, entonces mi mente es demasiado simple como para encontrarla.

(De mi "Filosofía de vagón")
Estoy sentado en uno de los numerosos ventanales que hay en mi facultad. Apoyado en la pared el sol ilumina mi rostro y con los ojos cerrados pongo atención al silencio que me rodea. Empiezo a escuchar de fondo una melodía. Al principio pienso que viene del auditorio que hay al final del pasillo ya que de vez en cuando pasan niños en fila india que vienen de algún colegio para ver alguna obra teatral, pero la música suena demasiado lejana como para venir de ahí. Sigo escuchando guitarras y violines que de repente se convierten en una canción que me suena, es oye más nítida y me doy cuenta de que la música solo está en mi mente. Es mi música interna.

Todos tenemos una música interna, un sonido que nos caracteriza y que no es constante. Si estamos alegres sonará una canción con mucho ritmo y si estamos tristes será más lenta. La música define muy bien nuestros estados de ánimo y el mundo en el que nos movemos también discurre dentro de una canción. A veces estas dos canciones están en armonía. Esto ocurre cuando estamos donde tenemos que estar, en nuestro sitio en la vida y nos sentimos en paz. Hay ocasiones en que las dos canciones suenan diferentes pero no se interfieren. En esos momentos podría decirse que no nos va mal, lo peor es cuando la melodía que forman las dos canciones juntas suena estridente, los ritmos no encajan de ninguna manera y entonces hay que cambiar algo.
Cuando la vida nos amenaza,
oye tu ritmo del corazón
Fuera caretas, fuera corazas
oye tu ritmo del corazón
Pum, pum
Seguridad Social

Pongo mi voz a este poema de Mario Benedetti.



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