Ya sé que a veces no hago todo lo que digo

En su tronco aún se notaban las marcas del incendio. Ocurrió hace varios años pero las gentes del pueblo todavía podían sentir el calor de las llamas que consumieron la mayoría de los robles del bosque. Aquel era uno de los pocos que había resistido. Era alto, destacaba entre los que le rodeaban pues eran más jóvenes que él y sus largas ramas parecían querer protegerlos a todos. Su madera era algo más oscura que la de los demás y sus raices, que sobresalían en varios puntos de la tierra hacían que pareciera que quería echarse a andar. Uno se sentía agusto bajo su sombra. Quizás fuera porque en el no se había instalado el olor a quemado después del incendio, y pese a que muchos pensaron que tendrían que talarlo nuestro roble resistió y salió adelante convirténdose en todo un símbolo de lucha y superación. Siempre estaba acompañado: por las mañanas los pastores acudían a su vera para almorzar, conversar y compartir la bota de vino con otros pastores, por las tardes eran los niños quienes con sus risas y juegos lo alegraban y por las noches algúna pareja se acercaba a contarle sus secretos. Se le veía tan alto, fuerte y majestuoso que nadie se percató de lo que le pasaba en su interior porque allí, un hongo, el Phytophthora ramorum, había tomado posiciones bajo su corteza.